Sermón sobre las vocaciones dado por el director del seminario de Écône - 26/04/2020

Fuente: FSSPX Actualidad

Padre Bernard de Lacoste, director del Seminario Internacional San Pío X en Écône

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Mis muy queridos hermanos:

El Buen Pastor da su vida por sus ovejas. Es la imagen del sacerdote, que da su vida por la salvación de las almas.

En 1970, Monseñor Lefebvre fundó la Fraternidad San Pío X, aquí, en Écône, con el fin de transmitir, en toda su pureza doctrinal y su caridad misionera, el sacerdocio católico, tal como Jesucristo lo instituyó el Jueves Santo. Cincuenta años más tarde, nuestra Fraternidad cuenta con 660 sacerdotes. Es un milagro de la gracia y, al mismo tiempo, teniendo en cuenta las necesidades de la Santa Iglesia, esta cifra es ínfima, diminuta.

Miles de ovejas se encuentran hoy en día sin pastor; las parroquias se han quedado sin párrocos; las almas están hambrientas, y no hay nadie que las alimente; las almas están enfermas, y ya casi no hay médicos; las almas están en tinieblas, y no hay guías que les muestren el camino al Cielo. "Dejad una parroquia sin sacerdote 20 años—decía el Santo Cura de Ars— y ahí se empezará a adorar a las bestias".

La Santa Iglesia necesita muchos sacerdotes santos. ¿Cómo alcanzar esto? Nuestro Señor nos da la solución: "La mies es abundante", nos dice, "pero los obreros son muy pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su campo". Existe, entonces, una solución a la falta de sacerdotes, un remedio eficaz. Así tengamos ocho, cuarenta o ciento tres años, podemos contribuir eficazmente para obtener sacerdotes santos: ¡hay que rezar, suplicar al Buen Dios todos los días que envíe obreros a su mies! Si no tenemos sacerdotes es, ante todo, porque no rezamos lo suficiente para obtenerlos.

En segundo lugar, la vocación depende, en gran medida, de la educación familiar. Queridos padres, si quieren hijos consagrados a Dios, deben dar un lugar de honor en sus hogares a los tres consejos evangélicos: la pobreza, la castidad y la obediencia.

Empecemos por la pobreza. Vemos en el Evangelio a un joven rico, fiel a los diez mandamientos de Dios, que pregunta a Nuestro Señor: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? Nuestro Señor lo mira, lo ama y le dice: Una sola cosa te falta: vete, vende todo cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo; luego ven, y sígueme. Pero el joven, afligido por estas palabras, se marcha muy triste, porque tenía muchas riquezas. Este joven rechazó así el llamado de Dios, porque estaba demasiado apegado a los bienes materiales.

Los lujos y las comodidades vuelven más difícil la consagración a Dios, porque nos apegan a la tierra y, por tanto, nos impiden poner a Dios en primer lugar. Aquel que responde al llamado de Dios comprende que las verdaderas riquezas no son las de este mundo, sino aquellas que duran para toda la eternidad.

Hablemos ahora de la castidad. El día del subdiaconado, el futuro sacerdote hace voto de castidad. Renuncia para siempre al matrimonio, a fin de consagrar su corazón a Dios de manera total, sin divisiones. Mientras más se hunde el mundo en los lujos y la depravación, más necesita del ejemplo de la castidad sacerdotal resplandeciente y llena de júbilo. Pero, ¿cómo será posible tal compromiso para un joven acostumbrado a consentir a los deseos de la carne, a dejarse llevar por sus pasiones, a ensuciar su alma al contacto de la impureza, tan fácilmente accesible en los Smartphones y en las pantallas de los ordenadores?

Queridos padres, ayuden a sus hijos a no convertirse en esclavos de la impureza. Sean firmes y exigentes con ellos en lo relacionado al uso de las nuevas tecnologías. Al principio, sus hijos se enfadarán, pero en diez años les agradecerán su severidad. Denles el ejemplo, usando las pantallas de manera virtuosa, disciplinada y limitada.

Y, sobre todo, es preciso comprender que esta virtud de la pureza se funda en el amor de Dios. El voto de virginidad es incomprensible para quien no tiene caridad. Si desde hace veinte siglos millones de muchachos y señoritas han renunciado a los placeres de la carne para entregarse totalmente al Rey de Reyes, es únicamente porque aman a Nuestro Señor con todo su corazón. Y todos ellos han sido recompensados, porque Jesucristo es un esposo que colma el alma, infinitamente más de lo que podría hacerlo el mejor de los esposos o la más tierna de las esposas. La virtud de la pureza se adquiere a través del esfuerzo y del sacrificio. Si un adolescente se acostumbra a privarse de ciertas cosas buenas, a vencer con valentía las malas tendencias, a dominarse, especialmente por la mortificación, logrará fácilmente, con la ayuda de Dios, mantenerse puro.

Finalmente, el tercer consejo evangélico: la obediencia. Todos somos hijos de la Revolución francesa. Nos resulta muy difícil doblegar nuestra voluntad delante de la de un superior. Preferimos criticar a nuestros jefes en vez de obedecerlos. Sin embargo, Nuestro Señor es un modelo de obediencia: Él se sometió a la Santísima Virgen y a San José; se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Ahora bien, el sacerdote es otro Cristo; debe, por tanto, renunciar a su propia voluntad. Y esto es algo que se aprende desde los primeros años, si los padres no ceden a los caprichos de sus hijos. El caprichoso es esclavo de su propia voluntad. Solo la persona obediente es libre, porque solo ella es capaz de seguir el camino que Dios le ha trazado.

Cuando un joven escucha el llamado de Dios y responde a él generosamente, ingresa luego al seminario. Durante seis años va a progresar en la virtud y en la ciencia teológica para, finalmente, recibir la gracia del sacerdocio. Ese día, aunque no sea más que una pobre criatura pecadora, Dios le concederá dos poderes divinos: el primero consiste en consagrar la Santa Eucaristía. Cuando un sacerdote, sosteniendo la Santa Hostia entre sus dedos, pronuncia las palabras de la Consagración: Hoc est enim corpus meum, inmediatamente, bajo las apariencias de un pequeño pedazo de pan, Jesucristo se hace presente. El sacerdote tiene este poder misterioso y formidable de renovar el Sacrificio del Calvario para derramar sobre las almas todas las gracias que dimanan de la Cruz.

El segundo poder sacerdotal divino consiste en dar la absolución en el confesionario. Cuando un pobre pecador arrepentido confiesa al sacerdote sus faltas, con un corazón contrito, aun cuando sus pecados sean enormes, terribles e innombrables, el sacerdote no tiene que decir más que una palabra para borrarlos todos en un instante: Ego te absolvo a peccatis tuis... Yo te absuelvo de tus pecados. Y así, el penitente sale del confesionario con un alma inmaculada, fortalecida, iluminada con la gracia divina y puesta de nuevo en el camino al Cielo.

Y nosotros mismos, como sacerdotes, necesitamos también de otro sacerdote para darnos la absolución. Por este motivo, jamás podremos agradecer lo suficiente a la Providencia por habernos dado el sacramento del Orden. El Santo Cura de Ars exclamaba: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el Buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina".

No quisiera terminar sin mencionar la vocación femenina. La Iglesia necesita vírgenes consagradas, que, por medio de la oración y el sacrificio, se entreguen totalmente a Dios y a las almas. La Iglesia necesita que muchas jóvenes renuncien alegremente al mundo y, ya sea en el silencio del claustro o en el apostolado exterior, recen y se sacrifiquen, especialmente por los sacerdotes. Santa Teresita del Niño Jesús dijo, antes de su profesión religiosa: "Vine al Carmelo para salvar almas, pero, sobre todo, para rezar por los sacerdotes". Y escribió a su hermana Celina: "Nuestra misión, como Carmelitas, es formar obreros evangélicos que salvarán millones de almas, cuyas madres seremos nosotras". Como bien lo había comprendido Santa Teresita, los sacerdotes jamás serán santos si no hay quien rece por ellos.

Queridos fieles, si quieren que sus sacerdotes sean buenos sacerdotes, si quieren que sean fieles a su sacerdocio y al combate de la fe, entonces recen por ellos. Desde que la Iglesia existe, los demonios atacan con furia al sacerdote. Cuando se quiere derrotar a un ejército, se ataca a los oficiales antes que a los simples soldados. Estamos en guerra contra el poder de las tinieblas, y los sacerdotes, mucho más que los laicos, se encuentran en primera fila de este combate. Sufren diariamente violentos asaltos. El enemigo quiere destruir su solidez doctrinal y su virtud moral. Pero Jesucristo es más fuerte y, con su gracia, es posible vencer las peores tentaciones.

Es esta gracia la que explica, cincuenta años más tarde, que la obra sacerdotal de Monseñor Lefebvre continúe creciendo en la fidelidad a la Tradición católica y romana.

Oh, María, Reina del clero, danos muchos sacerdotes santos.