María, Madre de Dios

Fuente: FSSPX Actualidad

En un panegírico a la Sabiduría, aplicado por la Iglesia a la Santísima Virgen, el texto sagrado pone en su boca estas palabras: “El que me escucha, jamás tendrá de qué avergonzarse; y los que se guían por mí, no pecarán. Los que me esclarecen, obtendrán la vida eterna”, Libro del Eclesiástico 24, 30-31.

Las siguientes líneas, y los posteriores escritos sobre el mismo tema, desean responder a esta invitación: esclarecer a la Virgen María, meditando en todas las facetas de su misterio. En otras palabras, crear una especie de catecismo sobre la Santísima Virgen, al que se le podría dar el nombre de Mariología, según el término aceptado.

En todo comienzo, es necesario intentar determinar el centro, el principio explicativo desde el que todo lo demás debe irradiar. En la materia que nos ocupa, este principio no es difícil de descubrir: se trata de la maternidad divina.

Pero antes de ahondar en este misterio sobrenatural, y a modo de preámbulo, será oportuno considerar la maternidad humana. Porque Dios, por así decirlo, explotó todos los recursos humanos llevándolos a su perfección cuando, para hacerse hombre, se sometió a convertirse en humano.

La generación humana es la realización, en el orden de los seres creados, de aquello que es más elevado y misterioso en el orden mismo de la vida divina. Antes de nacer de una mujer según la naturaleza humana, el Verbo nació del Padre según la naturaleza divina.

La generación humana comprende dos aspectos, naturalmente inseparables: la unión de dos seres complementarios en un solo acto generativo, y el acto generativo en sí. Engendrar es dar la propia naturaleza a otro que no sea uno mismo.

La característica de la generación es crear, a partir de uno mismo, un nuevo individuo de la misma especie. La generación solo se logra en el momento en que hay otro, procedente del primero. Lo que caracteriza a la generación es que el efecto procede de su causa, proviene de ella.

Esta idea de procesión es tan esencial que se encuentra incluso en Dios. Por tanto, nacer de otro, proceder de él, es un misterio profundo, susceptible de realizarse de manera infinita, perfecta y pura. En la generación divina no encontramos dependencia, ni materia ni compartición de la naturaleza, sino la comunicación de una única y misma naturaleza a otra persona.

En la naturaleza humana, el padre y la madre son solo un principio único del nuevo ser que procede de ellos. Pero luego, la madre continúa actuando sola en la prolongación de esta acción generativa compartida.

La lentitud, la continuidad, la interdependencia que se crea entre madre e hijo, le dan una importancia capital a esta prolongación. La madre, mucho más que el padre, es estructurada para el niño. El nacimiento es una verdadera ruptura, porque la gestación crea una unión vital, aunque solo sea en el plano físico.

Pero la naturaleza humana no es puramente material, es también y esencialmente espiritual. Ciertamente, el cuerpo concebido por los padres es material, pero necesita un alma humana que requiere la intervención del Creador, que en este caso es completamente natural. Por tanto, los responsables inmediatos del nuevo ser son sus padres.

En consecuencia, la generación humana tiene como principio a la persona y termina en la persona. Este principio es de gran importancia en la mariología, porque establece una relación muy especial entre la Virgen María y su Divino Hijo, y por ello puede ser llamada Madre de Dios.